Cuba: ómnibus musicales

octubre 5th, 2011
Por Mario Vizcaino Serrat

Una joven periodista argentina se fue decepcionada de La Habana al comprobar que los cubanos no pasaban el día bailando en las esquinas de la ciudad, como aseguraba la propaganda de la izquierda en Buenos Aires.

Al notar que Cuba no era la Isla de la Música con la que soñó desde pequeña, se marchó triste y desilusionada.

Sin embargo, lo que le sucedió a Cecilia fue que adelantó su visita. Si aparece ahora y sube a un ómnibus marca Yutong con los que China salvó hace poco el transporte público, se queda a vivir en la capital de Cuba: a cualquier hora, incluso de madrugada, los bus reciben a los pasajeros con música.

Lo curioso es que los choferes escogen las melodías y los ritmos en medio de un desbarajuste estético muy personal que, de manera injusta, desconoce las necesidades del espíritu de los pasajeros, sin derecho a pedir la música que consumen. A ese desenfreno de los gustos, el humorista cubano Héctor Zumbado le llamaba cagástrofe estética.

Por ejemplo, a las 5:30 de la tarde, tras una jornada laboral dura, lo que piden el cuerpo y la mente de esa masa de trabajadores agotados, medio adormecidos, es una buena canción romántica, digamos del mexicano Luis Miguel, -alguno de los boleros cubanos que tan bien interpreta- o del español Alejandro Sanz. O una balada. O un buen instrumental. Hasta un vals, aunque los adormezca más.

Pero los Disk Jockey del volante, como si fueran dueños de sus bus, que paran en las Paradas indicadas si quieren, que recogen a los pasajeros cuando desean, que detienen la guagua y amenazan con no seguir viaje si la gente no se apila mejor, no entienden de horarios y circunstancias, no entienden que una música es a veces más apetecida que otra.

Por eso, al amanecer, cuando la muchedumbre aun sin desperezar, pero resignada a llegar al trabajo, desborda los ómnibus encendidos con lámparas potentes de luz de neón, es fácil escuchar un reguetón a todo volumen. Para mayor alarma, casi siempre es un reguetón que no termina, de esos cuyos compositores quieren hacernos sucumbir a la idea de que es posible hacer una pieza ¿musical? sin decir algo que valga la pena.

Hace poco, detrás de un hombre corpulento y alto, asomaban, desesperados, unos ojos femeninos de un azul intenso. La mujer, atrapada literalmente por sus colegas de infortunio, apenas podía moverse un centímetro hacia los lados. Eran las siete de la mañana. Y una decena de bocinas atacaba la compacta masa humana con timba cubana, rap y reguetón. Aquella mujer gritaba con sus ojos hermosos para que alguien la salvara.

Cecilia, la periodista argentina, entonces con 28 años de edad, vino a La Habana con la intención de cursar durante seis meses una especie de postgrado. Aterrizó en el aeropuerto internacional José Martí con mil dólares americanos para alquiler, alimentación y demás gastos imprescindibles, y enseguida se instaló con una colega cubana de igual edad que se brindó para compartir la casa de cuatro habitaciones y aspecto señorial que una pareja amiga le había dejado a su cuidado hasta que regresara de una prolongada visita al extranjero. Como puede comprobarse, hay cubanos con suerte.

El caso es que, cuando Cecilia aún no llevaba en La Habana 30 días, concluyó que no resistía más, empacó y regresó a Buenos Aires. No sólo le irritaban los ómnibus atiborrados de seres humanos a toda hora, con la gente haciendo malabares para demostrar la falsedad del principio físico según el cual dos cuerpos no pueden ocupar el espacio de uno. Le molestaba no haber encontrado el pan que comía en Buenos Aires, la sacaban de su habitual flema algunos precios de alimentos. Pero lo que la incomodaba hasta la exasperación era  comprobar que la leyenda de la izquierda argentina respecto a Cuba era inexacta: los cubanos no bailaban en cada esquina, ni su canasta alimenticia básica que les garantizaba el Estado incluía leche y carne de res, según rezaba lo que ahora comprobaba era una fábula romántica con la que había crecido. «Pues miren que sí: la mayoría de los argentinos cree que ustedes tienen lo principal resuelto, de modo que bailan durante todo el día y la noche en las esquinas de la ciudad, donde siempre hay música», nos dijo cuando la despedíamos, mientras tomábamos un café.

Cada vez que me persigno y subo a un ómnibus en La Habana bajo este calor quemante, me acuerdo de Cecilia con nostalgia y un dejo de compasión hacia ella. Su deseo de ver bailar a los cubanos a pleno sol, en las calles, lo hubiera compensado con la música que puede ser tan contagiosa en un bus con 700 pasajeros apiñados y sudorosos, muchos con la violencia contenida, pero todos con esa capacidad extra para sobreponerse y rendirse ante el ritmo y la melodía, y terminar tarareando, marcando con los pies, o incluso moviendo la cintura, me pregunto cómo, en medio del tumulto.

Mario Vizcaino Serrat
Periodista
La Habana – Cuba
mvserrat@gmail.com

 

Sección: Análisis y Opinión
 

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