«Avisaré al Sr. Palacio», dijo, «él le mostrará lo que puede hacer».

septiembre 25th, 2011

El otoño de 1951 la empresa española ENASA (Empresa Nacional de Autocamiones Sociedad Anónima) había creado algo grande y había que enseñárselo al mundo: el Z-102, una máquina con el que la industria española asombró al sector del automóvil.

El coche tuvo su presentación oficial en Barcelona en septiembre de 1951, un mes después, hacia su debut internacional en el Salón de París, cautivando literalmente al público de medio mundo. Después le tocó el turno a Madrid, con presentaciones en El Pardo (9/11/51), residencia oficial del Jefe del Estado y en la Avenida de José Antonio 55 (hoy Gran Vía), junto al Teatro Lope de Vega. Esta última, fue cubierta, entre otros, por el fotógrafo Martín Santos Yubero (1903-1994) enviado por el diario Ya para cubrir el evento. En la actualidad, aquel reportaje fotográfico forma parte del Fondo Fotográfico Santos Yubero, del Archivo Regional de la Comunidad de Madrid.

El evento fue presidido por D. Nicolás Franco, hermano del, por entonces, Jefe del Estado y la presentación corrió a cargo del piloto de pruebas y carreras del equipo Pegaso, D.Joaquín Palacio Power, quién asumiría gran parte de la responsabilidad de relaciones con la prensa durante los años que duró el proyecto.

A partir de su lanzamiento, el Z-102 fue la sensación en el Salón del Automóvil de París (Octubre 1952), así como en el Madison Square Garden de Nueva York (febrero 1953) o en el Salón del Automóvil de Turín de 1953, en el que se presentó la exclusiva versión Thrill pintada con los colores de la Falange Española. Supuestamente, esta versión fue encargada por Francisco Franco como regalo para Eva Perón. Además durante estos años, los Pegaso participaron, con gran éxito, en concursos de elegancia como La Stressa o San Sebastian en 1954.

Eran coches muy llamativos y de gran belleza, con un toque elitista que hizo que entre sus propietarios se encontrasen personas como el Sah de Persia (propietario del considerado mejor y más bello Thrill), el Barón Thyssen (un Saoutchik, tapizado en piel de leopardo con accesorios y tiradores de 24 quilates), Leónidas Trujillo (Presidente de la República Dominicana) o Cleverio Lopes (Presidente de Portugal).

Medio mundo se deshizo en elogios hacia unos coches que, a los mandos de Joaquín Palacio Power y Celso Fernández, participaron en carreras legendarias, como las 24 Horas de Le Mans, donde Juan Jover estuvo a punto de perder la vida, lo que motivó la retirada del equipo; o la espectacular Panamericana que cruzaba México de norte a sur a través de 3077 km, en la que en su cuarta y última edición (1954) participó el Pegaso propiedad de Rafael Leónidas Trujillo, Presidente de la República Dominicana, pilotado por Joaquín Palacio.

Donde el Pegaso protagonizó episodios únicos fue en los récords de velocidad, como el intento de récord de la hora lanzada que afrontó el sorprendente Pegaso Bisiluro, «un avión sin alas», y que finalmente no pudo batir; algo que sí hizo el modelo Spider Touring de serie algún tiempo después. En 1953 se batieron diversas marcas en kilómetro lanzado, milla lanzada, kilómetro parado y milla parada. En aceleración y velocidad punta los Pegaso V-8 no tenían rival.

Pero el verdadero logro de este coche no se produjo en las carreteras ni en los circuitos, sino en la percepción de las personas de medio mundo sobre España como nación y sobre la capacidad de su  industria. Los Pegaso Z-102 y Z-103 no se crearon con un fin comercial, sino como el mejor escaparate para el lanzamiento internacional de la marca fabricante de camiones Pegaso.

Y gran parte del éxito de la estrategia de comunicación de la compañía, descansó sobre sus portavoces, auténticos profesionales del mundo del motor que fueron capaces de transmitir toda la magia de estos vehículos. Buena prueba de ello es la reseña realizada por el escritor y periodista norteamericano Ralph Stein en su libro «The World of Automobile»:

“Pegaso: el automóvil sport español.

Tengo ante mi el libro de instrucciones del Pegaso Z-102, encuadernado en piel roja, estampado en oro, con un estuche de papel entelado dorado y decorado en acuarela, que debe ser el más lujoso de los libros destinados a recibir las grasientas huellas de los dedos de los mecánicos. Sospecho que este libro me lo regalaron como una especie de premio, por haber sobrevivido a la experiencia de una demostración realizada por el probador de fábrica y corredor, Sr. Palacio.

En 1953, un distribuidor de automóviles de Long Island tuvo la idea de que podía vender el astronómicamente caro, enormemente complejo, pero maravillosamente construido, coche de sport Pegaso. Tras importar media docena de estas exóticas máquinas, montó un extraño establecimiento para su venta. Un zalamero jefe de ventas de habla española dirigía un equipo de jóvenes mujeres. Estas señoritas ligeras de ropa y maquilladas como coristas formaban el equipo de vendedoras.

Una de ellas me sacó para una prueba en un coupé, sugiriendo que yo tomara el volante. Al principio conduje con prevención, parecía muy ligero y brusco, pero al cabo de unas millas empecé a divertirme. La dirección era rápida y precisa. El cambio de cinco velocidades, aunque desprovisto de sincronización, respondía maravillosamente a un manejo decidido. El motor subía de régimen nada más tocar el acelerador, haciendo los ruidos justos, si acaso demasiados para un coche cerrado.

De alguna manera era un delicioso anacronismo, se parecía más al duro automóvil de competición de los años veinte o treinta que a las suaves máquinas a las que estamos acostumbrados en 1953. Lo único que me preocupaba eran los frenos. Debido a la clásica práctica deportiva de utilizar ferodos de gran dureza para eliminar el fallo de los frenos, nada parecía suceder en ese departamento a menos que se aplicara una fortísima presión. Tuve la impresión de que la señorita demostradora sentía que yo no había probado a fondo las posibilidades del Pegaso. «Avisaré al Sr. Palacio», dijo, «él le mostrará lo que puede hacer».

Y en verdad lo hizo. El buen señor no hablaba inglés ni yo español. Tras sacar el coche chirriando los neumáticos del aparcamiento de la agencia y tomar una estrecha carretera rural, señaló la palanca del cambio y me demostró que podía meter todas las velocidades largas y cortas sin poner el pie en el embrague. Luego marchando en 3ª a unos 130 km/h. dio un golpe de volante y metió las ruedas de la derecha en la cuneta. De otro volantazo y riendo a carcajadas salió de la cuneta, todavía a unas 6.000 rpm y en 3ª. Moviendo la cabeza y sonriendo de satisfacción se dirigió a mi en español. Pensé que estaba demostrando la soberbia estabilidad del Pegaso. Marchaba por medio del tráfico suburbano a unos 160 km/h. Después empezó a demostrar su capacidad de virada. El coche tomaba las curvas mucho mejor de lo que lo hacían mis nervios.

Y llegamos al «tiro de gracia». Rápidamente nos aproximábamos a un cruce en «Y» delante del cual había bastante arena sobre la carretera. Palacio tiró del freno de mano, giró el volante y puso el coche de través, sobre la arena. En el instante en que la trasera apuntaba a uno de los ramales de la «Y» Palacio metió la marcha atrás retrocediendo por la carretera durante un trecho, luego paró, metió la 1ª y salió disparado. Después me enteré que este espectacular modo de cambiar de dirección formaba parte del repertorio de Palacio. El demonio sabía que había arena y había practicado sin duda esta maniobra.

Yo, me gané el libro de instrucciones de lujo.»

Por Ralph Stein

El año 1957 finalizó esta maravillosa locura y los Pegasines, como se los denominaba cariñosamente, entraron en la leyenda.

A. Rodríguez
Redactor corresponsal España y Portugal
 

¿Periodista o impostor?

septiembre 15th, 2011

Año 1898. La política exterior española se encuentra ya abocada al desastre: la insurrección en Cuba cuenta con el respaldo de los Estados Unidos, cuyos intereses económicos apuntan truculentos hacia las últimas posesiones españolas en América. En este contexto, un peculiar personaje, director de periódico, va a protagonizar -con un único objetivo: vender más ejemplares- una de las páginas más oscuras en la historia de la Prensa escrita, creando y manipulando a su antojo una realidad que iba a desembocar en la pérdida para España de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Su nombre: William Randolph Hearst.

La sucesión de destacados episodios históricos que han pasado a la posteridad bajo la expresión «el Desastre de Cuba» dista mucho de englobarse en el terreno de lo puramente militar. Y es que -como reconocen los investigadores- la insurrección de los independentistas cubanos, el apoyo recibido de los Estados Unidos, la ulterior declaración de guerra de este país contra España y la pérdida en combate de las últimas posesiones coloniales españolas en Las Américas son hechos bajo los que subyacen aspectos de extraordinario interés para el mundo de la Comunicación, en este caso representada por el medio predominante en la época: la prensa escrita.

De esta manera, la «Guerra de Cuba» fue, además de una conflagración bélica, una confrontación periodística. Dos países enfrentados, dos ejércitos en pugna y dos visiones opuestas de la realidad representadas por los principales periódicos de ambas naciones, plenamente antagónicos pero unidos bajo un común denominador: la irresponsabilidad.

Es por ello por lo que resulta de enorme interés histórico el profundizar en los rasgos y características de aquellos periódicos que tanto influyeron en una y otra sociedad, hasta el punto de arrastrarlas al conflicto.

Periódicos irresponsables

Sin embargo, la Prensa española iba a verse obligada a combatir contra un importante contratiempo: los elevados índices de analfabetismo en el país, que algunas fuentes llegan a cifrar en el 80 por ciento. No obstante, ello no es óbice para que encontremos ya una opinión pública en el sentido moderno del término, inducida por líderes de opinión que leen los periódicos y revistas y propagan las noticias, que de boca en boca corren como la pólvora incluso entre los que no saben leer.

¿Cuál fue la actitud de esta Prensa ante los hechos que culminaron en la guerra contra los Estados Unidos? Para el historiador Pedro Gómez Aparicio, a la prensa hay que atribuirle una responsabilidad en el desastre y reprocha su «actitud vocinglera, imbuida de un sensacionalismo forjador de la doble mentira de la invencibilidad de España y de la incapacidad de Norteamérica para resistir a nuestras armas». En esta línea, otros estudiosos critican su «irresponsabilidad» al considerar primero el alzamiento en Cuba como un motín sin importancia, al propagar después una moral de victoria sobre el enemigo americano, y por su postrer y feroz «iconoclastia», que se complacía de destruir inmisericordemente a aquellos personajes políticos y militares que había elevado antes a la categoría de ídolos».

No fue por tanto casualidad que, después del estrepitoso fracaso en la guerra, la prensa española se sumergiera en un profundo periodo de decadencia.

Un depredador llamado Hearst

Pero va a ser en la nación enemiga, los Estados Unidos de América, donde se produzca uno de los fenómenos más extraordinarios de los orígenes del Periodismo empresarial. Porque va a ser allí donde nazca un individuo singular que va a revolucionar de modo muy negativo la concepción de qué es lo que debe ser y no ser la tarea de informar: un sujeto capaz de todo con tal de vender periódicos, capaz de mentir, difamar, tergiversar e incluso inventar la realidad con tal de ver incrementadas las cifras de difusión de su rotativo: The New York Journal.

Como apuntan J. Figuero y C.G. Santa Cecilia, periodistas y autores de la obra La España del Desastre, William Randolph Hearst «era hijo único de uno de tantos exploradores del Oeste que, de aventura en aventura, logró hacerse rico con los yacimientos de plata». Fue expulsado de la Universidad de Harvard, tras lo cual se hizo cargo del San Francisco Examiner, un caduco periódico que, gracias a sus técnicas sensacionalistas, se convirtió en el más leído de la costa Oeste. Posteriormente iba a alcanzar la fama gracias a su manera de dirigir The New York Journal, periódico que, en su competencia con The World, de Pulitzer, iba a traspasar todos los límites éticos en el tratamiento de la información, hasta tal punto que iba a dar lugar al nacimiento de un nueva forma de entender la prensa: el «Periodismo amarillo».

En efecto, la expresión «Prensa amarilla» tiene su origen en el particular modo de entender la difusión de noticias de Hearst, y proviene del popular personaje «Yellow Kid» (el «niño amarillo»), creación del caricaturista Richard Outcault y que el Journal publicaba a diario en forma de «cómic» en el citado color. Pero tal denominación, sinónima hoy en día de «sensacionalismo», escondía en realidad toda una novedosa filosofía a la hora de entender la noticia y su difusión: portadas agresivas, rumores elevados a la categoría de información, distinción poco clara entre información y opinión, exageraciones e invenciones, grandes titulares a lo largo de la primera página, chistes y enormes dibujos que reproducían los acontecimientos, amén de otros detalles.

«Yo suministraré la guerra»

En su desmedida obsesión por aumentar sus tiradas, Hearst vio en la insurrección de Cuba -observada con atención por los norteamericanos, cuyos intereses económicos se centraban con expectación en la zona- un motivo para dar rienda suelta a sus desmanes, hasta el punto de que sus mentiras contribuyeron realmente al estallido de la guerra contra España. De este modo, Hearst emprendió una furibunda campaña contra nuestro país blandiendo la máxima del «todo vale»: así, calificó de «carnicero» al mandatario español Weyler, a quien acusó además de ser el culpable de la muerte por el hambre y la peste, «aliadas de la represión», de cuatrocientos mil cubanos.

No iba a ser éste el único artificio de Hearst: una mujer cubana, Evangelina Cisneros, iba a ser la excusa perfecta para la prosecución de su catilinaria contra España. Cisneros, que se encontraba encarcelada y acusada por un delito de espionaje al que pretendió arrastrar a un militar español, fue presentada por Hearst como una casta doncella asediada por un libidinoso pretendiente que, al no conseguir sus propósitos, consiguió que la hicieran presa. En el colmo de su paroxismo, el director del Journal llegó a enviar a uno de sus reporteros a liberar a la muchacha, algo que consiguió y que fue elevado a sus portadas como un asunto de trascendencia nacional.

Y es que este último aspecto va ser una constante en el comportamiento de Hearst: la intervención en la creación de la realidad sobre la que luego informa. En este sentido, su contestación a uno de sus dibujantes desplazados a Cuba que pedía permiso para regresar a su país habida cuenta la tranquilidad existente en la isla, se ha convertido en una frase célebre en la Historia del Periodismo: «Quédese por favor. Usted suministre los dibujos. Yo suministraré la guerra». O su intervención directa en el conflicto, al cual se trasladó con un nutrido grupo de reporteros, en una de cuyas batallas llegó a capturar a varios soldados españoles.

Como un claro exponente de la personalidad de Hearst baste citar la siguiente anécdota: habiendo sido herido uno de sus corresponsales en uno de los enfrentamientos, éste relata como el voraz director, encontrándose a su lado, le espeta: «Lamento que haya sido herido usted, pero -y su rostro radiaba entusiasmo- ¿no ha sido espléndido el combate? Debemos ganar a todos los periódicos del mundo».

La mentira del «Maine»

Lo que jamás pudo sospechar aquel humilde dibujante es que, poco después, Hearst iba a cumplir con creces su promesa. La excusa definitiva iba a sobrevenir como consecuencia de un trágico suceso del cual Hearst no dudó en responsabilizar directamente a la Armada Española: el hundimiento del acorazado «Maine».

Los hechos se produjeron del siguiente modo: alegando que en La Habana reinaba la anarquía -algo que no era cierto- los Estados Unidos envían el acorazado «Maine», que atraca en la ciudad. En respuesta, España envía a Nueva York al crucero «Vizcaya». El 15 de febrero, a las diez de la noche, la embarcación norteamericana sufre una tremenda explosión, a consecuencia de la cual 266 de sus tripulantes hallan la muerte.

Las repercusiones de este suceso iban a ser calamitosas: a pesar de que la Capitanía General de Cuba afirmaba que la detonación se había producido de forma «indiscutiblemente casual», y situaba su origen en las calderas interiores, los Estados Unidos rechazaron estudiar el caso en una comisión conjunta. El terreno, para Hearst, estaba abonado. El Journal, en su siguiente edición, titulaba: «¿Quién destruyó el Maine?». -«La destrucción del barco de guerra Maine es obra de un enemigo». -«La explosión del barco de guerra no fue un accidente». -«Los oficiales navales creen que el Maine fue destruido por una mina española». Poco después, empujado por una opinión pública mediatizada por Hearst, los Estados Unidos declaraban la guerra a España.

Se ha discutido mucho acerca de si fue realmente Hearst quien provocó intencionadamente la confrontación, pero lo cierto es que la guerra de Cuba llegó a conocerse en los Estados Unidos como The Hearst´s War (La guerra de Hearst). Como apunta Francisco Bermesolo, autor del libro Los orígenes del Periodismo Amarillo, «todos aquellos que han buscado explicación a las causas de la guerra han coincidido en señalar con el dedo acusador a William Randolph Hearst». Destaca también la afirmación de Edwin Emery, autor de The Press and America, para quien «el gobierno español tenía todos los motivos necesarios para evitar un acto semejante de agresión, y nadie creía realmente que el complot se había tramado en Madrid».

Pero aún iba a tener el oscuro director tiempo para nuevas invenciones: en su deseo de precipitar el conflicto, publicó la especie de que el gobierno español había contratado un empréstito para construir una escuadra y atacar a Estados Unidos, algo totalmente incierto que fue tomado por la opinión pública de su país como un desafío.

Periodista o impostor

Conforme a todo lo detallado anteriormente, surge en torno a la figura de este director de periódicos todo un debate que afecta a las raíces más profundas del comportamiento ético en el Periodismo. Afortunadamente para la “buena prensa” del Periodismo, la actitud de Hearst desde luego, fue desdeñada tanto por sus contemporáneos como por los estudiosos posteriores norteamericanos . Veamos qué opinaron de él sus colegas de profesión: Un periodista honrado y objetivo, Edwin L. Godkin, coetáneo de Hearst, en su comentario semanal juzgaba que «nada tan desdichado se ha conocido en la Historia del Periodismo Norteamericano como la conducta observada por dos de esos periódicos. Lamentable vergüenza es que el hombre sea capaz de causar semejantes males simplemente para vender más ejemplares» (en referencia al World pero, sobre todo, al Journal). Para Tebbel, autor de Breve Historia del Periodismo Norteamericano, Hearst «agitó al pueblo con actitudes emocionales que empujaron a un desganado presidente hacia una guerra que no debía haber tenido efecto».

William Randolph Hearst. Un individuo que nos fuerza a plantearnos la pregunta: ¿puede un hombre capaz de mentir, de inventar, distorsionar e intervenir en la realidad objeto de información, un hombre capaz de sobrepasar todos los principios éticos en su afán mercantilista ser considerado un auténtico periodista? ¿O habrá que considerarlo simplemente un impostor?

A. L. Abad
Redactor colaborador
 

La comunicación política o el arte de vivir gracias a que los demás no sepan.

agosto 16th, 2011

Para iniciar esta nueva sección de comunicación política, no hemos sabido encontrar un pensamiento que defina mejor la realidad actual. Tras más de 100 años, Pío Baroja, lejos de quedar trasnochado cobra un carácter universal.

El primer tercio del siglo XX fue muy abundante en tertulias. En estos años el Nuevo Café de Levante se alzaba como uno de los lugares de encuentro más importantes del Madrid de principios de siglo, escaparate de toda una generación, cuya tertulia -cátedra la llamó Cansinos Asséns- lideró Valle-Inclán desde 1903 hasta 1916, fecha en que se disuelve por la división del grupo entre germanófilos y aliadófilos.

En palabras de Valle-Inclán, “el Café de Levante ha ejercido más influencia en la literatura y en el arte contemporáneo que dos o tres universidades y academias”. Anselmo Miguel Nieto, Arteta, Azorín, Pío y Ricardo Baroja, Bargiela, Bueno, Ciro Bayo, Corpus Barga, Juan de Echevarría, Gutiérrez Solana, Julio Antonio, los Machado, Victorio Macho, Ricardo Marín, Mir, Moya del Pino, Palomero, Penagos, Rusiñol, Regoyos, Romero de Torres, Rubén Darío, Sawa, Urbano, Vivanco, Francisco Vighi, Zuloaga, los hermanos Zubiaurre …, todos acudían allí para dar a conocer su obra y pensamientos.

En primer término a la derecha José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, justo detras Valle-Inclán, Francisco Pérez de Ayala, Ramiro de Maeztu, Vicente Blasco Ibañez, Azorín, Pio Baroja (a la izquierda con boina), el Duque de Alba y Unamuno (representado por una pajarita de papel):

En aquel café, una tarde de mayo de 1904, tocado con su clásica boina “que no llegaba a chapela”, bufandilla y abrigo viejo; con ese aire despistado que le permitía decir lo que pensaba sin tener que mirar siquiera a su oponente, Don Pío, volvió a sorprender a los presentes en “ese ansia de sinceridad y lealtad consigo mismo” que le han convertido en testigo imprescindible de una época:

«La verdad es que en España hay siete clases de españoles… sí, como los siete pecados capitales. A saber:
1)     Los que no saben;
2)     los que no quieren saber;
3)     los que odian el saber;
4)     los que sufren por no saber;
5)     los que aparentan que saben;
6)     los que triunfan sin saber, y
7)     los que viven gracias a que los demás no saben.
Estos últimos se llaman a sí mismos políticos y, a veces, hasta intelectuales».

Unamuno y Benito Pérez Galdós aplaudieron a Baroja.

Decía Ortega: “Los credos políticos, por ejemplo, son aceptados por el hombre medio, no en virtud de un análisis y examen directo de su contenido, sino merced a que se convierten en frases hechas … Nada más natural, pues, que el efecto producido por Baroja en la mayoría de los lectores. Este efecto es de indignación. Porque Baroja no se contenta con discrepar en más o en menos puntos del sistema de lugares comunes y opiniones convencionales, sino que hace de la protesta contra el modo de pensar y sentir convencionalmente, nervio de su producción.”

Esa tendencia a llamar a las cosas por su nombre y a no adornar la verdad le dio fama de hombre pesimista, rudo y antisocial; pero, a la postre, universal.

Simón de María
Redactor Centroamerica y EE.UU