¿Periodista o impostor?

septiembre 15th, 2011

Año 1898. La política exterior española se encuentra ya abocada al desastre: la insurrección en Cuba cuenta con el respaldo de los Estados Unidos, cuyos intereses económicos apuntan truculentos hacia las últimas posesiones españolas en América. En este contexto, un peculiar personaje, director de periódico, va a protagonizar -con un único objetivo: vender más ejemplares- una de las páginas más oscuras en la historia de la Prensa escrita, creando y manipulando a su antojo una realidad que iba a desembocar en la pérdida para España de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Su nombre: William Randolph Hearst.

La sucesión de destacados episodios históricos que han pasado a la posteridad bajo la expresión «el Desastre de Cuba» dista mucho de englobarse en el terreno de lo puramente militar. Y es que -como reconocen los investigadores- la insurrección de los independentistas cubanos, el apoyo recibido de los Estados Unidos, la ulterior declaración de guerra de este país contra España y la pérdida en combate de las últimas posesiones coloniales españolas en Las Américas son hechos bajo los que subyacen aspectos de extraordinario interés para el mundo de la Comunicación, en este caso representada por el medio predominante en la época: la prensa escrita.

De esta manera, la «Guerra de Cuba» fue, además de una conflagración bélica, una confrontación periodística. Dos países enfrentados, dos ejércitos en pugna y dos visiones opuestas de la realidad representadas por los principales periódicos de ambas naciones, plenamente antagónicos pero unidos bajo un común denominador: la irresponsabilidad.

Es por ello por lo que resulta de enorme interés histórico el profundizar en los rasgos y características de aquellos periódicos que tanto influyeron en una y otra sociedad, hasta el punto de arrastrarlas al conflicto.

Periódicos irresponsables

Sin embargo, la Prensa española iba a verse obligada a combatir contra un importante contratiempo: los elevados índices de analfabetismo en el país, que algunas fuentes llegan a cifrar en el 80 por ciento. No obstante, ello no es óbice para que encontremos ya una opinión pública en el sentido moderno del término, inducida por líderes de opinión que leen los periódicos y revistas y propagan las noticias, que de boca en boca corren como la pólvora incluso entre los que no saben leer.

¿Cuál fue la actitud de esta Prensa ante los hechos que culminaron en la guerra contra los Estados Unidos? Para el historiador Pedro Gómez Aparicio, a la prensa hay que atribuirle una responsabilidad en el desastre y reprocha su «actitud vocinglera, imbuida de un sensacionalismo forjador de la doble mentira de la invencibilidad de España y de la incapacidad de Norteamérica para resistir a nuestras armas». En esta línea, otros estudiosos critican su «irresponsabilidad» al considerar primero el alzamiento en Cuba como un motín sin importancia, al propagar después una moral de victoria sobre el enemigo americano, y por su postrer y feroz «iconoclastia», que se complacía de destruir inmisericordemente a aquellos personajes políticos y militares que había elevado antes a la categoría de ídolos».

No fue por tanto casualidad que, después del estrepitoso fracaso en la guerra, la prensa española se sumergiera en un profundo periodo de decadencia.

Un depredador llamado Hearst

Pero va a ser en la nación enemiga, los Estados Unidos de América, donde se produzca uno de los fenómenos más extraordinarios de los orígenes del Periodismo empresarial. Porque va a ser allí donde nazca un individuo singular que va a revolucionar de modo muy negativo la concepción de qué es lo que debe ser y no ser la tarea de informar: un sujeto capaz de todo con tal de vender periódicos, capaz de mentir, difamar, tergiversar e incluso inventar la realidad con tal de ver incrementadas las cifras de difusión de su rotativo: The New York Journal.

Como apuntan J. Figuero y C.G. Santa Cecilia, periodistas y autores de la obra La España del Desastre, William Randolph Hearst «era hijo único de uno de tantos exploradores del Oeste que, de aventura en aventura, logró hacerse rico con los yacimientos de plata». Fue expulsado de la Universidad de Harvard, tras lo cual se hizo cargo del San Francisco Examiner, un caduco periódico que, gracias a sus técnicas sensacionalistas, se convirtió en el más leído de la costa Oeste. Posteriormente iba a alcanzar la fama gracias a su manera de dirigir The New York Journal, periódico que, en su competencia con The World, de Pulitzer, iba a traspasar todos los límites éticos en el tratamiento de la información, hasta tal punto que iba a dar lugar al nacimiento de un nueva forma de entender la prensa: el «Periodismo amarillo».

En efecto, la expresión «Prensa amarilla» tiene su origen en el particular modo de entender la difusión de noticias de Hearst, y proviene del popular personaje «Yellow Kid» (el «niño amarillo»), creación del caricaturista Richard Outcault y que el Journal publicaba a diario en forma de «cómic» en el citado color. Pero tal denominación, sinónima hoy en día de «sensacionalismo», escondía en realidad toda una novedosa filosofía a la hora de entender la noticia y su difusión: portadas agresivas, rumores elevados a la categoría de información, distinción poco clara entre información y opinión, exageraciones e invenciones, grandes titulares a lo largo de la primera página, chistes y enormes dibujos que reproducían los acontecimientos, amén de otros detalles.

«Yo suministraré la guerra»

En su desmedida obsesión por aumentar sus tiradas, Hearst vio en la insurrección de Cuba -observada con atención por los norteamericanos, cuyos intereses económicos se centraban con expectación en la zona- un motivo para dar rienda suelta a sus desmanes, hasta el punto de que sus mentiras contribuyeron realmente al estallido de la guerra contra España. De este modo, Hearst emprendió una furibunda campaña contra nuestro país blandiendo la máxima del «todo vale»: así, calificó de «carnicero» al mandatario español Weyler, a quien acusó además de ser el culpable de la muerte por el hambre y la peste, «aliadas de la represión», de cuatrocientos mil cubanos.

No iba a ser éste el único artificio de Hearst: una mujer cubana, Evangelina Cisneros, iba a ser la excusa perfecta para la prosecución de su catilinaria contra España. Cisneros, que se encontraba encarcelada y acusada por un delito de espionaje al que pretendió arrastrar a un militar español, fue presentada por Hearst como una casta doncella asediada por un libidinoso pretendiente que, al no conseguir sus propósitos, consiguió que la hicieran presa. En el colmo de su paroxismo, el director del Journal llegó a enviar a uno de sus reporteros a liberar a la muchacha, algo que consiguió y que fue elevado a sus portadas como un asunto de trascendencia nacional.

Y es que este último aspecto va ser una constante en el comportamiento de Hearst: la intervención en la creación de la realidad sobre la que luego informa. En este sentido, su contestación a uno de sus dibujantes desplazados a Cuba que pedía permiso para regresar a su país habida cuenta la tranquilidad existente en la isla, se ha convertido en una frase célebre en la Historia del Periodismo: «Quédese por favor. Usted suministre los dibujos. Yo suministraré la guerra». O su intervención directa en el conflicto, al cual se trasladó con un nutrido grupo de reporteros, en una de cuyas batallas llegó a capturar a varios soldados españoles.

Como un claro exponente de la personalidad de Hearst baste citar la siguiente anécdota: habiendo sido herido uno de sus corresponsales en uno de los enfrentamientos, éste relata como el voraz director, encontrándose a su lado, le espeta: «Lamento que haya sido herido usted, pero -y su rostro radiaba entusiasmo- ¿no ha sido espléndido el combate? Debemos ganar a todos los periódicos del mundo».

La mentira del «Maine»

Lo que jamás pudo sospechar aquel humilde dibujante es que, poco después, Hearst iba a cumplir con creces su promesa. La excusa definitiva iba a sobrevenir como consecuencia de un trágico suceso del cual Hearst no dudó en responsabilizar directamente a la Armada Española: el hundimiento del acorazado «Maine».

Los hechos se produjeron del siguiente modo: alegando que en La Habana reinaba la anarquía -algo que no era cierto- los Estados Unidos envían el acorazado «Maine», que atraca en la ciudad. En respuesta, España envía a Nueva York al crucero «Vizcaya». El 15 de febrero, a las diez de la noche, la embarcación norteamericana sufre una tremenda explosión, a consecuencia de la cual 266 de sus tripulantes hallan la muerte.

Las repercusiones de este suceso iban a ser calamitosas: a pesar de que la Capitanía General de Cuba afirmaba que la detonación se había producido de forma «indiscutiblemente casual», y situaba su origen en las calderas interiores, los Estados Unidos rechazaron estudiar el caso en una comisión conjunta. El terreno, para Hearst, estaba abonado. El Journal, en su siguiente edición, titulaba: «¿Quién destruyó el Maine?». -«La destrucción del barco de guerra Maine es obra de un enemigo». -«La explosión del barco de guerra no fue un accidente». -«Los oficiales navales creen que el Maine fue destruido por una mina española». Poco después, empujado por una opinión pública mediatizada por Hearst, los Estados Unidos declaraban la guerra a España.

Se ha discutido mucho acerca de si fue realmente Hearst quien provocó intencionadamente la confrontación, pero lo cierto es que la guerra de Cuba llegó a conocerse en los Estados Unidos como The Hearst´s War (La guerra de Hearst). Como apunta Francisco Bermesolo, autor del libro Los orígenes del Periodismo Amarillo, «todos aquellos que han buscado explicación a las causas de la guerra han coincidido en señalar con el dedo acusador a William Randolph Hearst». Destaca también la afirmación de Edwin Emery, autor de The Press and America, para quien «el gobierno español tenía todos los motivos necesarios para evitar un acto semejante de agresión, y nadie creía realmente que el complot se había tramado en Madrid».

Pero aún iba a tener el oscuro director tiempo para nuevas invenciones: en su deseo de precipitar el conflicto, publicó la especie de que el gobierno español había contratado un empréstito para construir una escuadra y atacar a Estados Unidos, algo totalmente incierto que fue tomado por la opinión pública de su país como un desafío.

Periodista o impostor

Conforme a todo lo detallado anteriormente, surge en torno a la figura de este director de periódicos todo un debate que afecta a las raíces más profundas del comportamiento ético en el Periodismo. Afortunadamente para la “buena prensa” del Periodismo, la actitud de Hearst desde luego, fue desdeñada tanto por sus contemporáneos como por los estudiosos posteriores norteamericanos . Veamos qué opinaron de él sus colegas de profesión: Un periodista honrado y objetivo, Edwin L. Godkin, coetáneo de Hearst, en su comentario semanal juzgaba que «nada tan desdichado se ha conocido en la Historia del Periodismo Norteamericano como la conducta observada por dos de esos periódicos. Lamentable vergüenza es que el hombre sea capaz de causar semejantes males simplemente para vender más ejemplares» (en referencia al World pero, sobre todo, al Journal). Para Tebbel, autor de Breve Historia del Periodismo Norteamericano, Hearst «agitó al pueblo con actitudes emocionales que empujaron a un desganado presidente hacia una guerra que no debía haber tenido efecto».

William Randolph Hearst. Un individuo que nos fuerza a plantearnos la pregunta: ¿puede un hombre capaz de mentir, de inventar, distorsionar e intervenir en la realidad objeto de información, un hombre capaz de sobrepasar todos los principios éticos en su afán mercantilista ser considerado un auténtico periodista? ¿O habrá que considerarlo simplemente un impostor?

A. L. Abad
Redactor colaborador
Sección: Historia y Comunicación Política
 

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